Estoy en el corazón de Africa del Oeste, uno de los lugares más insalubres del mundo, uno de los lugares más auténticos del continente negro, donde el asfalto solo llega a algunas poblaciones principales del país. Donde las sabanas se extienden durante cientos de kilómetros, solo rotas por algunas chozas de barro con un pequeño cercado de espino que cumplen la función de corral. Aveces un pequeño huerto de mijo o cebollas se extiende junto a las humildes viviendas. Niños sonrientes salen a saludar efusivamente el paso del vehículo del viajero, celebrándolo como si fuese un personaje famoso o un ministro. Es un Africa que ni siquiera sueña con la electricidad, la televisión o el agua corriente. Donde la gente nace y muere sin saber lo que es un registro civil, un médico o los impuestos. Es el Africa que no cambia y ojalá no cambie durante siglos.
Sábado, 17 de agosto de 1996
Por A. De Cara.
El concepto de frío para un blanco o para un negro es muy distinto. Al caer la noche, se cierran todas las ventanillas del autobús y el aire se carga hasta producir nausea en el viajero mas sufrido. Esa lata de sardinas, se convierte entonces en un recipiente asfixiante y comienzas a sudar. Muchos de los pasajeros no se han duchado durante días, alguno posiblemente no sabe lo que es una ducha. Para colmo de mi desgracia, el viajero que está sentado detrás de mí, no hace nada mas que toser en mi nuca y respira dificultosamente.
Está bastante mal y viene acompañado por un familiar bambara (la tribu predominante en Mali) y su mujer peul (fulani, los pastores nómadas del Sahel). El enfermo no parece bambara, ni tampoco un delgado peul, pero no tengo ganas de preguntar. El pobre no tiene sus papeles en regla, así que en todos los controles policiales se llevan al sonriente bambara a la parte de atrás del control, allí supuestamente discuten el precio y, después de pagar, continuamos el viaje. Esta práctica es muy habitual en esta parte del mundo, donde casi nadie tiene sus papeles en regla, ya sea por propia desidia o por negligencia calculada de los funcionarios que deben expedir los documentos.
Las condiciones de viaje son las típicas de un autobús africano. Los bancos de asientos son tablas de madera revestidos de un plástico resistente, sin ningún pasillo y donde se meten personas hasta que no pueden acoplarse ninguna más… entonces meten a una última persona comprimiendo el resto de la fila. Algunos respaldos son abatibles para permitir el desplazamiento entre filas. Nunca faltan los animales y mercancías en los huecos bajo los asientos o en las estanterías sobre las cabezas de los pasajeros. Las ventanas rara vez se pueden correr por efecto del óxido y de la falta de los correspondientes asideros para tirar.
Me siento agotado por el largo trayecto desde Mopti, toda la noche por malos caminos, cien puestos de control de la policía, cuya única finalidad es ver lo que obtienen con la extorsión a los viajeros, y las pésimas condiciones de hacinamiento en el autobús. Los autobuses africanos no suelen partir hasta que no cabe un alfiler, hasta que no han vendido la última plaza, que siempre es superior al número de asientos.
Llegamos a la aduana entre Mali y Burkina Faso. Las primeras luces del día se entrevén en las nubes de la noche, pese a la lluvia incesante. Bajamos de esa lata oxidada, y frente a nosotros se presentan dos colas. Una para revisar los equipajes y, la segunda, para sellar los pasaportes de salida de Mali. Miro a las dos colas de la aduana, la de los equipajes está bajo la lluvia y la otra, bajo cubierto. Las dos son preceptivas. Me llama la atención lo disciplinados que son los africanos cuando se encuentran con un gendarme con el arma en ristre, ellos que nunca guardan cola y con los que tienes que batirte a codazos, no pocas veces para alcanzar un mostrador o la entrada del autobús.
Con mas cara que espaldas, me dirijo a la de los pasaportes sin pasar por la primera. Inmediatamente un guardia se percata de que el único blanco se ha saltado la cola. Sin moverse de su posición vigilante, fusil en mano, llama con tímidas señas al cabo y le transmite la irregularidad cometida por el extranjero. El cabo se viene hasta mí y me dice en francés que tengo que ir a la otra cola, pero pongo cara de indignado y le digo en español, gesticulando ostensiblemente, que yo ya he pasado la cola. Viendo la cantidad de trabajo que tenía y la dificultad de nuestra comunicación, el cabo hace como que no existe el problema y se retira.
Vuelvo al autobús sin mojarme apenas, no se le escapó a nadie la jugada, pero jamás colaborarían con un gendarme. En el subconsciente del africano, los gendarmes son sanguijuelas que roban a sus compatriotas en cada control de carreteras y, por esa simple razón, tienen merecido el odio general de la población civil.
Continuamos por tierras de Burkina, mucho más tranquilas casi completamente llanas y con apenas controles. Los campos son cada vez más ininterrumpidos, doy alguna corta cabezada. Arribamos a Bobo-Dioulasso a las 12 de la mañana, la segunda ciudad del país es de apariencia humilde, apenas hay edificios de más de una planta. Algunos ni siquiera tienen sus paredes encofradas. Busco hotel cerca del Mercado Central. Siento como pesa la mochila, es mochila de un mes y por tanto nada ligera. El poco descanso nocturno me ha dejado molido. Una habitación con aire acondicionado, amplia y limpia, aunque descuidada, 5000 CFA. No está en el propio hotel, sino en anexo con forma de pequeña casitas adosadas o barracón de oficiales en acuartelamiento militar, posibles restos de los tiempos de la colonia.
Descanso un rato para evitar las horas de más calor y a la tarde, cuando el aire se vuelve un poco menos pesado, continuo mi programa de visitas. Mi primera parada es la Gran Mezquita, una construcción de estilo sudanés de planta cuadrada de unos 30 metros de lado. El estilo sudanés está extendido por todo el Sahel, desde Sudán hasta Senegal. Son edificios de barro con unas torres piramidales atravesadas por palos de palmera. Debido a la poca consistencia de los materiales hay que reconstruirlas año tras año, aunque el material (arcilla, paja y agua) es barato y solo requiere mano de obra.
Vuelvo al bullicioso mercado, también está frente a mi hotel. El espectáculo de la vida en el mercado es un deleite para los que apreciamos este tipo de reuniones. Este mercado es colorista y está muy bien servido de artesanía. Un tuareg se acerca para venderme un cuchillo ricamente decorado. La hoja está labrada con filigranas y el mango es de hueso con incrustaciones de nácar, plata y cobre. Me lo ofrece por un precio irrisorio, pero yo estoy muerto, mis piernas no se tienen en pie y no tengo gana de regatear. Le digo que mañana… pero el insiste y me lo ofrece por una cuarta parte del precio anterior. No puedo creerlo. Le doy el dinero, reviso incrédulo la daga, mientras él desaparece entre la multitud, envuelto en su túnica azul, con andares altivos de príncipe arruinado.
Los tuareg han sido esclavistas durante siglos, aún se creen superiores al resto de los africanos y eso les causa problemas de convivencia en los países donde conviven con mayorías negras. Siento lástima al ver alejarse a ese fantasma de otros tiempos, condenado a la extinción. Me embargan los remordimientos, nunca me gusta tensar tanto la cuerda en el regateo. El tuareg jamás hubiese aceptado la humillación de la lástima en mi mirada.
Por último, ceno en un restaurante africano (L’Entente) justo enfrente de mi habitación. Es un restaurante limpio, con gusto adaptado al paladar europeo y platos sabrosos. Es la mejor comida que tomé desde que salí de España, al menos eso le parece a mi estómago torturado por dos semanas de pobre alimentación. Aunque yo no puedo quejarme por haber estado dos semanas comiendo gallina africana y arroz: en aldeas y barrios míseros de Mali, las “barrigas hinchadas” de los desnutridos son habituales.
Me voy a la cama, aún tengo tiempo para echarle una mirada más exhaustiva a la “chambre”, la habitación es espaciosa aunque humilde, las paredes están pintadas con colores rotundos. Los desconchones abundan en la pared. El aire acondicionado suena estruendosamente y necesito apagarlo para conciliar el sueño. Caigo en un sueño profundo…
Domingo, 18 de agosto de 1996
A las pocas horas de sueño me despierto, siento calor, mucho calor y luego frío. Me duele la cabeza y mis articulaciones… es como una gripe de caballo. ¿Pero en medio de Africa? No pego ojo hasta el amanecer, doy vueltas y más vueltas.
A la mañana siguiente se lo cuento a Encarna y me dice que vamos al hospital, que está a cinco manzanas del hotel. Me niego en redondo, yo sé lo que es. Es una gripe, las he tenido muchas veces y es lo mismo, pero muy gorda. Con una couldina se quita…
- ¿Me puedes decir donde la has cogido? ¿Has pasado alguna noche frío?
- Pues no, pero yo conozco mi cuerpo y es una gripe.
- ¿Tienes couldina?
- No.- Reflexiono: en el botiquín no hay couldina, porque no está en mi lista de necesidades para Africa-
Mientras discutimos le doy vueltas al asunto y me voy dando cuenta de que mis argumentos, se basa en lo que quiero creer. No puede ser una gripe, llevo quince días en Africa y la gripe se incuba en una semana. Hay otra enfermedad de similares características, pero se tarda al menos dos o tres semanas en incubarla, eso quiere decir que el mosquito me tuvo que picar la primera noche. No puede ser malaria, he tomado el Larian con precisión matemática. -No puede ser.-. A mi mente me vino la imagen del fantasma del “italiano muerto”. – No puede ser.-
De nada sirve repetir muchas veces una frase, cuando te quedas sin argumentos. La verdad no se tapa repitiendo cien veces una mentira. Claudico ante los ruegos y nos vamos al hospital.
Entre tanta pobreza, el hospital tiene una apariencia alentadora. Legado de los tiempos de Sankara cuando Burkina era un país socialista y uno de los modelos observados con interés en Africa de Oeste. Sus instalaciones no están nada mal, sobre todo si lo comparamos con cualquiera de los países vecinos, incluido la mucho mas rica Costa de Marfil.
Aguardamos en la sala de espera. Me entero de que el viajero enfermo del autobús de Mopti había sido ingresado y eso me anima aún más… “Si este tío ha cruzado mil kilómetros en Africa para llegar aquí, es que este hospital es bueno”.
Somos los dos únicos blancos en la consulta y yo diría que en el hospital. Otros pacientes nos preguntan con curiosidad, en Africa nadie va a un hospital sin estar enfermo, nada de cortecitos en el dedo o mareos imaginarios, así que es casi mejor no devolver la pregunta. Nos toca nuestro turno, el doctor me inspecciona, su trabajo es más de veterinario que de médico, pues no podemos comunicarnos, él habla francés y bobo, mientras que yo inglés y español.
Es un hombre alto, con la inevitable bata blanca y aire afable. Tiene unos 30 años y parece muy educado y pulcro. Tras mirarme la lengua, la rigidez de la columna y en las articulaciones, me da su diagnostico: Malaria.
¡Parece que todos os habéis confabulado! ¡Que te digo que es una gripe!
-¿Seguro?- Me miran esperando mi rendición…
Me manda al laboratorio, allí me recibe el analista o practicante… y me dice que ponga el dedo y me suelta un pinchazo. El tipo ve la cara de mala leche que pongo al recibir el traidor aguijonazo. Me sonríe y recoge la gota de sangre de la punta de mi dedo. Cinco minutos mas tarde vuelve con el resultado: malaria.
De camino de vuelta a la consulta pienso de mi primera noche en Bamako, en el italiano muerto, en la maldición del hotel Le Fleuve… El doctor me receta un atracón de antipalúdicos y que haga “vida normal”… -¿Pero no me voy a morir?- Me explica que en mi caso: adulto, bien alimentado (no debe saber lo de mi experiencia gastronómica maliense) casi seguro que lo supero. Que vuelva dentro de un par de días siempre que no empeore.
Cruzo la ciudad buscando la farmacia, me acompaña Marie, una enfermera del hospital que ha terminado su turno y se ofrece alegre a acompañarme. La farmacia es una casa fea, de una planta y situada en una calle sin asfaltar, parece mas bien una pequeña fortaleza enrejada. No tiene la medicina. –¡Si ya sabía yo que me moría! (lo digo medio en broma)- Me dan otro antipalúdico de fabricación china, muy barato (menos de 500 pesetas)… Marie me dice que la situación es normal, que muchas veces no tienen las medicinas, pero que te dan medicamentos similares, algo así como “genéricos”. Aprovecho para comprar un termómetro, que falta en mi botiquín.
Almuerzo estupendamente en el restaurante L’Entente, tengo fiebre, pero no he perdido el apetito. Soy consciente de que la batalla va a ser muy dura y necesito reponer mis energías. La malaria es una enfermedad transmitida por algunos mosquitos del tipo anófeles. La hembra del mosquito necesita la sangre para poder terminar la gestación de los huevos, pero al picar transmite un parásito que vive en su saliva. Ese parásito (llamado Plasmodium) puede ser de varias cepas o familias, para entendernos. La más mortífera es la Plasmodium Falciparum, muy habitual en toda la curva del río Níger.
Una vez entra en el cuerpo, el minúsculo animal ciego, se desplaza al hígado, durante un par de semanas se reproduce y, por último, lanza un ataque demoledor sobre el resto del organismo. Una de sus principales víctimas son los glóbulos rojos del infectado, los encargados de transmitir el oxígeno y los alimentos. El enfermo comienza por sentir fatiga, luego malestar general, similar al de la gripe… y por último estallan los episodios de fiebres altas.
Aveces la enfermedad es derrotada después de unos cinco días, otras veces, no pocas, el parásito se alza con la victoria y el organismo infectado sirve para abono de las margaritas del cementerio. En el resultado de esta batalla puede haber un tercer caso, que todo acabe en tablas: algunas cepas son muy resistentes, el parásito sigue viviendo en tu organismo y cada cierto tiempo, cuando estés mas bajo de defensas, plantea de nuevo la batalla… y así hasta que el cegato vence.
Tres millones de personas mueren al año por esta enfermedad contra la que no existe vacuna. Se la combate con los famosos antipalúdicos, unas medicinas que se utilizan tanto como prevención, antes de contraer la enfermedad y como “tratamiento de choque” (el combate a muerte) una vez se padece la enfermedad. Los antipalúdicos no solo no garantizan la inmunidad, como era mi caso, sino que tienen unos temibles efectos secundarios (prohibidos en embarazadas, lactantes, enfermos de riñón, hígado…). Tampoco garantizan la curación, pero son el único remedio conocido de cierta eficacia.
Vuelvo a la habitación y pruebo el termómetro, 41º C… ¡La hostia! Me tomo un paracetamol de 650 mg y me meto en cama. La fiebre no baja de 40-41ºC.
A última hora de la tarde aparece Marie y su marido para dar una vuelta por el centro… ¡Cómo el doctor ha dicho que haga vida normal! Me pregunto si se dio cuenta de que no soy negro, que nuestras generaciones no han sufrido la selección natural de la vida en Africa. Bueno, damos un corto paseo de 200 m acabando en L’Entente. Me estoy haciendo un buen cliente. Mientras cenamos, me relatan cosas de la “vida normal” en una ciudad de Burkina, las enfermedades, las veces que la gente ha pasado la malaria… Aquí lo normal es haberla pasado al menos media docena de veces. La conversación tiende a trivializar la gravedad de mi enfermedad, así que al final me siento un poco mas relajado.
Volvemos a mi habitación y nos la encontramos revuelta… nunca me habían robado en Africa. No había nada de valor, incluso mi pesada cámara de fotos marca Zenit, una cámara que parece de hierro macizo, estaba allí. Han salido precipitadamente cuando se percataron de mi regreso. ¿Pero que se han llevado?. La primera revisión da como resultado la desaparición de parte del botiquín, también es mala suerte: algunos analgésicos, antidiarreicos y parte del Larian (el antipalúdico que traje de Europa). Por suerte el botiquín estaba dividido en dos cajas y la situada en el fondo de la mochila no la han tocado.
No voy a denunciar, ni tengo fuerzas, ni vale la pena. Lo único es quejarme al encargado del hotel, aunque su indiferente contestación es: “C’est la Afrique”.
Lunes, 19 de agosto de 1996
Es mi segundo día de enfermedad. He pasado una noche regular, mejor que la anterior, aunque la fiebre sigue sin bajar de 40º, así que he decidido convivir con ella. Enciendo la luz, me levanto y me dirijo al cuarto de baño, tengo diarrea y me urge llegar al WC. La luz se apaga. Vuelve la luz… Encarna me está arrastrando hacia mi cama, me he desmayado, no recuerdo nada, pero la luz nunca se fue, simplemente mis ojos se cerraron. Mi cuerpo arde, el sudor brota de todos mis poros, me voy a convertir en líquido. Me siento morir, siento nausea, fiebre, sudores… Estoy mucho peor y noto como se debilita de mi cuerpo.
Sentado desde el filo de la cama, le digo a Encarna: “Lo que más me jode, es que con el montón de cosas que yo quería hacer…” Tengo cara de resignación y tristeza, siento que estoy perdiendo la batalla. Los creyentes tienen “otra vida” esperando al final del camino, los ateos solo tenemos la oscuridad. Nosotros solo vivimos mientras perduren nuestras obras, nuestra estela.
Esa estela depende de lo profunda que sea nuestra quilla, de la herida que seamos capaces de hacer en el mar. Pero el mar es volátil y pronto las olas borraran nuestra huella. La memoria del hombre es muy fútil. En los momentos desesperados se forjan las más duras convicciones: allí supe que sería definitivamente ateo.
“No te vas a morir, todavía tienes que dar mucha guerra…”- y lo dice como si estuviese importunando -.
Volvemos al hospital el médico dice que es normal, que mientras tenga ganas de comer no hay problema, que continúe con el tratamiento. Resto del día en cama.
Martes, 20 de agosto de 1996
La fiebre no cede, pero me levanto para ir a correos, quiero llamar a casa. Mi madre me regaña por no haber llamado antes, siempre me regaña y yo nunca llamo. Como mucho una vez a mediados de viaje. La dejo que se desahogue con su reprimenda y luego me pregunta si estoy bien. Le digo que “perfectamente, pero que tengo que colgar”. No sospecha nada.
Cuelgo, estoy mareado, me siento en el suelo. En ese momento llega Encarna con una monja española. La hermana Clara es una mujer frágil, de unos 50 años, una veterana africana. Me da ánimos, me dice que ella la ha pasado ya muchas veces y promete visitarme. Cuando le digo que la he cogido en Mali, ella me dice: ”¡ Ah, Mali, Mali…!” Su cabeza se mueve con signo de desaprobación, es conocido como uno de los lugares mas insanos de Africa. Lo primero que pensé cuando vi a la mujer es que, a falta de cura, me habían buscado una monja para darme la extrema unción…
Para ella soy un simple ser humano en apuros. Al marchar me da un regalo: una concha incrustada en una funda de cuero negro, le pregunto que qué es y me dice que es un gri-gri (un amuleto africano). Le sonrío y se lo agradezco. Paso en cama el día siguiente luchando contra una fiebre de más de 40 casi constante.
Miércoles, 21 de agosto de 1996
Cuarto día… día de reposo en cama, situación estacionaria, la fiebre comienza ceder. Ha bajado a 39.
Jueves, 22 de agosto de 1996
Quinto día: comienzo a sentir alivio, la fiebre ha bajado a 37. Clara me hace una nueva visita y me encuentra muy recuperado. Ambos dialogamos animadamente durante un rato.
Salgo a dar un paseo por Bobo, el sol me hace daño y a los 100 metros me apetece dejarme caer. No puedo con el peso de mi cuerpo, la malaria destruyó mis glóbulos rojos y no llega oxígeno a los músculos. Aunque durante toda la convalescencia mantuve un buen apetito he perdido mucho peso. Dos agujeros del cinturón, pero a nadie se lo recomiendo como método de adelgazamiento.
Viernes, 23 de agosto de 1996
Sexto día, me dan el “alta” y pago los servicios del hospital… han sido menos de 3.000 pesetas. ¡Gracias, Sankara! Mi apetito me salvó la vida, aportó la energía para que los antipalúdicos y mis defensas vencieran una batalla como hasta el día de hoy no he sufrido.
Por la tarde buscamos un taxi-brouse (coche compartido habitual medio de transporte en esta parte de Africa) para continuar viaje hacia el País Lobi. Dos días mas tarde alcancé Bánfora, dos días de descanso. Después me arrastré hacia el sur, hasta Korhogo, crucé Costa de Marfil, me di un atracón de gambas en San Pedro y otro de langosta en la bella Sassandra. Entré a Abijan, casi recuperado. He vuelto muchas veces a Africa, sigo enamorado del continente negro.
No he sufrido recaídas en la enfermedad: el parásito cegatón perdió la batalla y la guerra. ¡Gracias a ello, existen LosViajeros, pero también por su culpa, la galería de fotos de Burkina es tan pobre... ¡No estaba para hacer fotografías y la Zenit pesaba horrores!
Mis agradecimientos:
A Encarna, que me salvó la vida, aunque solo fuese porque no sabía que hacer con el “muerto”.
A Sor Clara por darme ánimos en el momento más bajo y por un gri-gri que aún conservo.
Al equipo médico del Hospital de Bobo-Dioulasso.
A todas las personas que cuidan de la salud de las personas en esas condiciones tan precarias.
Nota: El fantasma de italiano muerto me persiguió durante toda la convalecencia. Nunca supe su nombre, ni vi su cara. Solo sé que murió de malaria en el Hotel Le Fleuve el día que llegué a Bamako, punto de partida de mi pequeña aventura. La historia la conocí gracias a la indiscreción de un camarero que se le escapó que yo dormía en la “habitación del muerto”. La noche anterior solo quedaba una habitación libre. Siempre sospeché que en Le Fleuve habitaba un mosquito «genocida»...
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