El nombre de este país, emplazado en un extremo de la península Arábiga, entre el desierto y el mar, recuerda los misterios de Oriente. Es la tierra del incienso y de Simbad ‘el Marino’.
Mascat, la capital omaní, que se asoma al Índico, conserva del siglo XVI varios fuertes que, junto con el palacio del sultán, son dignos de visitar.
Durante décadas, Omán fue un país prohibido, oculto por un velo de misterio que lo volvía inalcanzable. No eran, como en otro tiempo, las vastas extensiones de arena del desierto Arábigo ni las tribus feroces de beduinos que merodeaban por la zona lo que lo aislaba del exterior. Omán se separó del mundo por deseo del sultán, que cerró a cal y canto las fronteras, contrató con los ingleses un pequeño comercio exterior y convirtió al país en una especie de Tíbet arábico al que no llegaba nada de fuera.
Este aislamiento no hacía más que reforzar el embrujo de una tierra mítica que los geógrafos de la Antigüedad llamaban Arabia Felix, ese lugar misterioso donde crecían los árboles del incienso y la mirra, las sustancias más deseadas para los ritos de la Roma imperial, del Egipto tebaico, del gran Templo de Jerusalén. Aquí, en el sur de la península Arábiga empezaba una ruta comercial fascinante que atravesaba desiertos y montañas para acabar en las orillas del Levante mediterráneo con sus riquísimos cargamentos.
El mejor incienso siempre vino de este reino prohibido, igual que los héroes de Las Mil y Una Noches. Simbad el Marino construyó sus barcos en los puertos de Omán antes de emprender sus travesías que acabaron llevándolo hasta China, y esa tradición todavía queda viva en algunos lugares de la costa. La leyenda de Omán estaba servida...
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