Los marineros del siglo XlX creían que las islas Galápagos estaban malditas. Insistían en que se trataba de un grupo de peñascos a la deriva que aparecían y desaparecían del océano y cambiaban de lugar para confundir a los navegantes e impedir que sus barcos anclasen en ellas. Por este motivo los navegantes españoles las bautizaron islas Encantadas y desde los tiempos más remotos un halo de misterio envolvió a este hermoso y solitario archipiélago.
La primera persona que llamó la atención sobre la importancia de estas islas desiertas y aisladas fue Charles Darwin. El célebre naturalista inglés tenía 26 años cuando las exploró en 1835 durante su viaje alrededor del mundo a bordo de la corbeta Beagle. Aunque apenas pasó cinco semanas en sus abruptas costas, las observaciones que hizo sirvieron de estímulo para su revolucionaria Teoría de la Evolución de las Especies. De todos los extraños animales que el científico pudo observar fueron las enormes tortugas conocidas como galápagos las que le llamaron especialmente la atención. En su diario de viaje escribiría: «Estos inmensos reptiles rodeados de lava negra, arbustos sin hojas y grandes cactos, me producen la impresión de animales antidiluvianos».
Hoy, como ayer, las Galápagos son un museo viviente que permite entender cómo era la vida hace millones de años. Un paraíso terrenal donde conviven animales extinguidos en otros puntos de la tierra y que no temen al hombre.
Las islas mágicas y encantadas que han hechizado a viajeros y escritores deben pues su nombre a las miles de tortugas que las habitaban antes de la llegada del hombre. Se calcula que cerca de 250.000 ejemplares pertenecientes a 15 variedades distintas poblaban sus áridas tierras. Hoy los cerca de 10.000 galápagos que aún sobreviven —y que pueden alcanzar hasta 250 kilos de peso— son uno de los principales atractivos para los turistas que cada año las visitan. Fue un español, fray Tomás de Berlanga, obispo de Panamá, el que descubrió accidentalmente las islas en 1535 cuando, durante su viaje a Perú, el barco fue desviado por las corrientes. En sus cartas al emperador Carlos V, el obispo realizó las primeras descripciones de las tortugas gigantes y de la extraordinaria mansedumbre de estos animales. En siglos posteriores a su descubrimiento las islas fueron puerto de refugio de piratas, balleneros y cazadores de focas, quienes cargaban las despensas de sus barcos con tortugas vivas —que podían vivir hasta un año sin beber ni comer— y que les proporcionaban carne fresca para sus largas travesías.
La rica vida animal de las Galápagos justifica volar los casi mil kilómetros que separan el Ecuador continental del archipiélago. Incluso aquellos que confiesan no sentir una especial fascinación por las aves y mamíferos marinos vivirán una emoción casi infantil con esta experiencia. Las islas constituyen el último zoo natural del planeta donde conviven en perfecta armonía extrañas criaturas que no le temen al hombre. Algunos aseguran que este lugar es una especie de Arca de Noé, a la deriva en medio del océano Pacífico, habitado por especies ya extinguidas en otros lugares.
Iguanas marinas, cormoranes de alas atrofiadas, focas peleteras son algunas de las joyas de este santuario. Pero hay más, tortugas gigantes, piqueros de patas azules y pingüinos ecuatorianos cumplen con sus tareas rutinarias indiferentes ante los turistas que los observan y fotografían. Las crías de leones marinos juegan con los bañistas en el agua, agarrando sus aletas y realizando piruetas. Por mucho que uno se acerque, las decenas de iguanas que yacen al sol seguirán sin inmutarse.
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